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Exigencias cognitivas y autocontrol: cuando el cansancio no se limita al cuerpo

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Marcela Peterson


He observado con frecuencia un tipo de agotamiento que no aparece en los exámenes médicos, pero que se insinúa en los silencios, en las pausas largas y en los ojos que evitan el contacto: el cansancio mental. Es importante reflexionar sobre cómo realizamos nuestro trabajo. Cuando las tareas exigen concentración intensa, decisiones rápidas, atención dividida y, al mismo tiempo, un control emocional casi continuo (como no mostrar frustración, no reaccionar de forma espontánea, contener la impaciencia), el costo de ese esfuerzo se acumula de manera silenciosa. Y esa acumulación cobra un alto precio: aumento del estrés, necesidad de recuperación tras la jornada laboral y, en algunos casos, enfermedad emocional.

En mi experiencia con entornos corporativos, percibo cuánto el diseño físico del espacio —a menudo descuidado— intensifica esta sobrecarga. El artículo señala que en oficinas abiertas, sin privacidad, el impacto es aún mayor. Tiene sentido: cuando se está expuesto todo el tiempo, el esfuerzo por mantener una “conducta profesional” aumenta, al igual que la dificultad para concentrarse ante interrupciones constantes. Es como intentar mantener el equilibrio en un barco sacudido por olas invisibles.

La interacción entre exigencias cognitivas y demandas de autocontrol no es aditiva —es multiplicativa. Esta idea me impactó profundamente. El desgaste no proviene solo de una o de otra, sino de la tensión constante entre la necesidad de enfocarse intensamente mientras se bloquea cualquier impulso natural de reacción, espontaneidad o retirada. Es un tipo de esfuerzo que consume los recursos más sutiles de nuestro funcionamiento mental: la atención dirigida, el control ejecutivo y la capacidad de recuperación.

La frustración con las metas laborales, sumada al malestar, a menudo se trata como algo natural o incluso deseable —una señal de que la persona se preocupa por su trabajo. El problema aparece cuando esa frustración se vuelve crónica y no encuentra un canal de expresión o transformación.

Rediseñar no solo las tareas, sino también los entornos y las expectativas, es sumamente importante en este proceso. La privacidad en el trabajo, por ejemplo, no es un lujo —es un factor de protección. Espacios que permitan momentos de silencio, recogimiento y autonomía sobre el propio entorno son fundamentales para preservar el equilibrio mental.

También es momento de repensar la idea de que el “profesionalismo” significa contención emocional constante. El costo de mantener ese autocontrol continuo es alto —y muchas veces invisible. Fomentar espacios de escucha, pausas reales, relaciones menos jerárquicas y una cultura organizacional que permita expresar vulnerabilidades puede ser el camino para evitar que el trabajo se convierta en un lugar de agotamiento emocional continuo.

No solo el trabajo físico enferma. Cuando la mente se sobrecarga sin tregua, también pide ayuda —y no siempre encuentra quién la escuche.


 
 
 

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